Soy un ladrón con un abrigo gris















SOY un ladrón con un abrigo gris. Robo cerezas, relojes, miradas y otras pequeñeces, pero cuando me enturbio en las noches de luna seca y ambarina, robo monumentos, pararrayos, anuncios de neón y hasta aeropuertos enteros, con viajeros, maletas, azafatas y todo.

Soy terrible, inquietante, voluble, pero también comedido y esteta, y en un rapto de genialidad o de desesperación me embolso de repente, así, con un gesto de mi mano, la noche al completo, sintiendo palpitar entre mis dedos millares de suspiros, el polvo de los ladrillos o las grietas, el vértigo del miedo o el cansancio de sus habitantes, y el parpadeo incansable de sus semáforos insomnes.

En los bolsillos de mi abrigo caben ciudades enteras, aromas de todo tipo, zapatos de tacón plateados –los que más me gustan–, plazoletas, mariachis estridentes y tristes y todo lo que adorna los salpicaderos de los camiones de gran tonelaje, o incluso el contenido de sus guanteras.

No tengo frío nunca, pero mi abrigo es mi capa y mi zurrón, y a grandes zancadas viajo por las avenidas y las encrucijadas como una sombra incierta.
Si el sueño o el cansancio se ciernen sobre mis ojos, los espanto como se espanta a las moscas. No tengo tiempo para surcar otros territorios del deseo: hay mucho trabajo en este duro silencio urbano, bajo el cielo sin estrellas. Nací para mantener avivados todos los fuegos, las llagas y las quimeras. No tengo tiempo más que para robar espejos de niebla, pasquines enardecidos, trayectorias de las aves, azulejos.

A veces vuelo cortas distancias, o mi sombra escala edificios altos, y tomo esto, aquello. Imposible saber de antemano qué es lo que mi apetito desvalijador deseará a cada instante. Quito de aquí y de allá, sin prejuicios ni resentimiento.

¿Merodeador? Ése es mi carácter más significativo. Pronuncio palabras precisas, a veces forzado por las circunstancias, a veces grito una frase, a veces río a carcajadas y mis grandes dientes iluminan los rincones más ocultos. Otras veces, según el espíritu de la noche me dicta, camino en línea recta sin mirar a las ventanas encendidas ni a los umbrales de las puertas. Digo “OK” y silbo.

Lo que más pereza me da es el recuento del botín. Cada amanecer, en mi buhardilla, esparzo sobre mi cama el alijo que he conseguido. Mezclado con las pelusas de mis bolsillos aparecen enredados un candado de bicicleta con un torbellino de lavabo, un resplandor de faros de un escaparate con una rama de castaño de un parque, un bolso de lamé y una bolsa de patatas fritas. Todo lo echo en un cajón de mi enorme armario ropero de tres cuerpos. Luego me quito el abrigo y espero callado, en tensión, la llegada del sol.

Me gusta solazarme viendo los tejados, y olvidarme de que existo.

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