Soy el velo de la novia

SOY el velo de la novia. Una antigua muralla contra la maliciosidad y la indiferencia en una sola jugada. Os protejo a vosotras, vírgenes, de las miradas de lascivia: que no toquen vuestra piel inmaculada, salvadora de mundos, que ni siquiera un pensamiento mancille la sagrada divinidad que oculto y ofrezco al mismo tiempo. Sólo enmarco el deseo prohibido, y mi red es de espino (al menos durante la ceremonia).

SOY los guantes impolutos de la novia, sus manos nuevas y puras, sedosos dedos de mujer recién estrenada, responsable ya de sus huellas y de sus caricias, guantes simbólicos que nunca se utilizarán, manos que nunca se sumergirán en mi anonimato de satén, pulcro y distante, en el saco sin fondo del silencio y el rigor que, sin embargo, toda esposa debe tener a mano. Por cierto que deberíamos ponerles guantes a todos los cadáveres, como signo de respeto.

SOY el puro habano que se fuma el padrino tras los desposorios. Humo sagrado que hiere la garganta, refrena las palabras y llena el pecho de un misterio azulado y sin nombre. He sido solemnemente convocado para henchir el aire del interior del cuerpo del oficiante que hace entrega de la novia y hacerle así más aéreo, más irreal, y sobre todo para asegurar que todo lo que ocurra en el ritual será perfectamente absurdo pero propiciador del descenso de la sabiduría ancestral que siempre se abre camino hasta nosotros, los humanos, al asumir colectivamente nuestra total ignorancia en el significado real de los rituales que celebramos. Fumar significa negarse a creer en la realidad cotidiana, en la lógica sin misterio de las cosas y las personas, apostar por la magia evanescente que surge por entre las volutas de humo, y eso es justamente lo más necesario en una corrida de toros y en una boda. Sobre todo en una boda.

SOY la corbata del novio. Engalano su cuello, su voz, su donosura. Realzo su rectitud, su vigor, su altanería. Anudada a su nuez, al frágil pedúnculo que le une a la vida superior, al itsmo por donde se muere en el patíbulo, me yergo imponente como un faro de hidalguía sobre un difícil mar de necesidades emocionales, de previsibles miserias egocéntricas, de sometimiento y de incuria. Como vestimenta y realce del bocado de Adán, represento la firmeza y la dignidad que ha de asumir la cerviz para poder sostener en la testa una corona. Soy el amor del hombre, la cinta que adorna el preciado bien de sus valientes palabras de amor.

SOY el zapato de tacón recién estrenado que oprime el dedo meñique del pie de la madrina. Mi misión es mantener el equilibrio entre sufrimiento y emoción, entre ansiedad y gozo. Soy la rozadura en el pie de un corto pero empinado camino hacia el futuro, con el ramo de flores, los cafés del desayuno, las arras de platas, las avejentadas y doradas tardes de domingo, la imposible felicidad deseada un poco demasiado estrecha de horma pero sin lugar a dudas vistosa y elegante al mismo tiempo.