Soy un espíritu errante

SOY un espíritu errante que busco la cercanía de lo humano para no aterirme en mi terrible frío interior, cruel descarnadura que, si tuviese que describirla de alguna manera, la compararía a la vergüenza, a la permanente humillación, a la ausencia de cualquier atisbo de misericordia. Me refiero, naturalmente, a la vergüenza, a la humillación y a la misericordia tal y como yo las recuerdo.
Es imposible aceptar esta soledad tan radical. Es un consuelo que compartamos con los vivos algunos aspectos de la contextura sensorial de la materia (la configuración visual fundamentalmente), pero uno siempre añora lo principal de la vida humana: el sentimiento de formar parte, más o menos conscientemente, de un ritmo universal común, de un perenne latido que casi te fuerza a seguir ajetreando, revolviendo, porfiando, enredándolo todo... no importa el qué, ni a quiénes se pueda implicar, ni el cómo, ni siquiera con qué grado de torpeza.
Solo después de haber existido al menos una vez como persona puede uno comprender de qué raro privilegio ha disfrutado. Demasiado tarde, siempre demasiado tarde, por supuesto. Pero desde fuera solo puede ser considerado así, porque así es ese inmenso y crucial proyecto del que desgraciadamente ya no formo parte, al que ya no pertenezco: Millones y millones de heroicos, infinitesimales y casi siempre vanos intentos de hacer mejor al Universo. Siempre hay algo, estúpido o glorioso (aunque generalmente lo primero), que está hirviendo en ese intrigante mundo. Pero, además, no hay prisas. El tiempo también es una variable excluida del proceso. Como yo mismo, y como todos los que hemos olvidado para qué habríamos nacido y por qué habríamos muerto.
De nada me sirve lamentarme, porque aquí donde me muevo, al contrario que en el mundo de los vivos, quejarse o enredar no lleva a ninguna parte. Creo que nada en este estado lleva a ninguna parte jamás.
Es así como, tanto para sentirme algo más cerca de esa humanidad perdida, como para, de alguna forma, atenuar mi extrema envidia, he elegido habitar todo lo posible en las recepciones de los hoteles, en las estaciones de tren y de autobús (no tanto en los aeropuertos), en las salas de espera de clínicas y peluquerías y, sobre todo y de un modo muy especial, en el interior de los escaparates. Es en esos lugares donde logro recrear algo parecido a un ámbito humano, un pequeño reducto de intimidad personal. ¡Echo tanto de menos las camisas, los zapatos, los pañuelos de algodón, el roce de los tejidos, la fragancia de las prendas recién planchadas...!
En realidad, tengo que decir que paso la mayor parte de las horas de mi muerte dando vida a un maniquí, como si fuese su alma. A eso he llegado. Y añadiré que si nos reunimos algunos espíritus más con las mismas enfermizas aficiones, la tarde llega casi a convertirse en una fiesta mundana, en una pequeña y agradable tertulia silenciosa que suele prolongarse hasta que el encargado apaga las luces y echa el cierre metálico al escaparate. Ensimismados dentro de nuestros muñecos, en absoluta quietud para no asustar a los clientes, pasamos, nunca mejor dicho, las horas muertas. Es el ansia de volver a sentirse humano, o al menos de formar parte del paisaje visible... ¡Qué maravilloso es también poder imaginar la propia robustez de unos hombros, la firmeza de unas caderas, la apostura de la espalda o del cuello...! ¡Incluso la tensión de los muslos dulcemente oprimidos por unas medias de nylon, o la leve frialdad de un collar de falsas perlas descansando sobre las vértebras cervicales, los ligerísimos tirantes de seda de unas enaguas posadas sobre los hombros, la pequeña y agradable rigidez de los puños de una camisa ceñidos por unos gemelos...!
Nunca miréis demasiado fijamente a un maniquí, os lo ruego. Aparte de que podéis llevaros un buen susto si captáis algún movimiento imperceptible, una respiración, los ecos de unas risas, un suspiro..., sería mejor que procuraseis respetar su intimidad. La mayoría de ellos contienen un alma, albergan un espíritu. 

No somos peligrosos, de veras. Solo anhelamos estar cerca de vosotros, mezclados con aquello que un día también fue nuestro.

Soy lluvia

SOY una lluvia terca, amiga de barrizales, serena agua para encharcarse, tamborileadora, saltarina, que con sus chispitas celebra el día sencillamente. Regocijo de hormigas soy, y de escarabajos, y de margaritas. El campo entero es mi casa abierta, mi madre, mi hogar de regreso tras enrevesadas vicisitudes sin nombre en los altos cielos.
SOY una lluvia menuda, atravesada, preñada de mil relámpagos de gloria, lluvia de nube oscura, altiva y fecunda, lluvia que viene a lavar la cara de los mendigos, a aherrumbrar cerrojos, a empañar espejos en los altillos, a enmohecer tijeras de fierro, a posarse queda en la superficie de los enseres abandonados y antiguos.
SOY una lluvia rajada, montaraz, armada de cuchillos de hielo, ávida de descerrajar cosechas, aterir a los arbolitos nuevos, despeñar terraplenes, anegar acequias, asesinar camioneros. Agria como la estirpe de los sicarios, chillona, ciega en mi ira, rebusco por entre las grietas el corazón de la vida para depositar en él mi furia y mi horror. Témeme e implora a tus dioses para que no dirija mi desventrada pupila hacia aquello que denominas tus posesiones. Es todo mío, ¿aún no lo sabes, pendejo?
SOY una lluvia blanca y fértil, tenue, musical, agua que los rayos del sol lustran, agua de lágrima de ojos tersos cuando la pena que un día fue ilusión se deslíe en la lentitud de la tarde. Soy una lluvia amiga que te espera paciente al otro lado de la ventana, murmulleando tu congoja a los adoquines, a los pasos de los viandantes, implorando a las piedras tu perdón, esparciendo por las tierras que me acogen la ilimitada misericordia del cielo del que vengo. Siempre, siempre traigo preciosas noticias del silencio.
SOY una lluvia cansina, abotargada, casi polvorienta, que golpetea parsimoniosa tejas y toldos (como llamando a tu puerta), gotas de plomo marchitándose en su caída, tamborileo feliz, presagio, que la tierra bebe a lentos borbotones. Soy también lluvia de fiesta, de poder, de desahogo, de risas y de apresuramientos.
SOY una lluvia verde y neblinosa, alcalina. Llevo en mi seno gérmenes de existencia oscura, ansiosa simiente de submundos ciegos, hilachones de putrefacción rebosantes de una antigua e indeseada fertilidad. Vengo henchida de líquenes y bacterias, y descargo efluvios de miseria, de gangrena: traigo, como siempre, la vieja y obstinada vida primordial.
SOY una lluvia marina, enorme pero estéril lluvia negra. Riego los océanos, empapo el alma de los mares, me zambullo en mi fuerza, en mi matriz, me fundo con las mareas. Con vehemencia, con devoción, con dulzura, pues es así como los altos cielos ansiamos reposar para siempre en nuestros camposantos.

SOY una lluvia que te soñaba tanto que ha venido a verte. Que quiere estar muy cerca de ti, enamorada, que quiere prodigarse a ti, sentirse humana. Llenar tus cántaros, enjabonar tus sábanas, bañar tus huertas, rebosar las cuencas de tus manos. Lluvia que sólo anhela volver a ser agua, sencilla agua de manantial.

Soy el marco de un cuadro


SOY el marco de un cuadro que al parecer es magnífico, pero yo no lo sé, porque no lo veo.

¿Estoy totalmente al margen del asunto ―me pregunto con amargura―, o formo parte del conjunto de la obra? Ésa es mi gran duda, mi tribulación permanente.

Naturalmente, estoy orgulloso de ser el marco de la más famosa obra de arte de uno de los más importantes museos del mundo. Aunque decirlo pueda parecer inmodesto, vienen a vernos cada día miles de personas y de turistas (que no es lo mismo), y la verdad es que cuando se abren las puertas del museo y los espectadores se agolpan frente a nosotros, hay veces que me esmero en dar realce a mi cuadro, contenga lo que contenga.

Aunque debo reconocer que hay momentos en que es tanta mi envidia que me resulta imposible, sé que sólo hago bien mi trabajo cuando me olvido de rivalidades y de rencores y me consagro a resaltar su magnificencia, que sé que es inmensa. Lo sé porque cuando eso sucede, en los preciosos instantes en que logramos compenetrarnos, algo esplendoroso surge de mi centro (yo, que estoy eternamente condenado a ser, por definición, periferia). En esos raros momentos irradiamos juntos tal belleza inmaculada que una especie de pequeña ‘gloria’ ―sonora sin ser verdaderamente audible, táctil sin tener textura ni forma― invade la sala, embargando en su alto vuelo al resto de los cuadros y a espectadores, y transportándonos a todos a un lugar sin espacio, sin tiempo, sin densidad, donde por unos instantes que parecen eternos creemos estar comprendiendo la grandiosidad de esto que llamamos el mundo, ante el que se desvanecen todas nuestras pequeñas y estúpidas preocupaciones.

Aún no sé qué es lo que provoca este milagro. A veces he pensado que es la presencia de algún espectador con la mirada limpia, abierta, buscadora de hallazgos y halladora de misterios en todas y cada una de las cosas.

Soy el velo de la novia

SOY el velo de la novia. Una antigua muralla contra la maliciosidad y la indiferencia en una sola jugada. Os protejo a vosotras, vírgenes, de las miradas de lascivia: que no toquen vuestra piel inmaculada, salvadora de mundos, que ni siquiera un pensamiento mancille la sagrada divinidad que oculto y ofrezco al mismo tiempo. Sólo enmarco el deseo prohibido, y mi red es de espino (al menos durante la ceremonia).

SOY los guantes impolutos de la novia, sus manos nuevas y puras, sedosos dedos de mujer recién estrenada, responsable ya de sus huellas y de sus caricias, guantes simbólicos que nunca se utilizarán, manos que nunca se sumergirán en mi anonimato de satén, pulcro y distante, en el saco sin fondo del silencio y el rigor que, sin embargo, toda esposa debe tener a mano. Por cierto que deberíamos ponerles guantes a todos los cadáveres, como signo de respeto.

SOY el puro habano que se fuma el padrino tras los desposorios. Humo sagrado que hiere la garganta, refrena las palabras y llena el pecho de un misterio azulado y sin nombre. He sido solemnemente convocado para henchir el aire del interior del cuerpo del oficiante que hace entrega de la novia y hacerle así más aéreo, más irreal, y sobre todo para asegurar que todo lo que ocurra en el ritual será perfectamente absurdo pero propiciador del descenso de la sabiduría ancestral que siempre se abre camino hasta nosotros, los humanos, al asumir colectivamente nuestra total ignorancia en el significado real de los rituales que celebramos. Fumar significa negarse a creer en la realidad cotidiana, en la lógica sin misterio de las cosas y las personas, apostar por la magia evanescente que surge por entre las volutas de humo, y eso es justamente lo más necesario en una corrida de toros y en una boda. Sobre todo en una boda.

SOY la corbata del novio. Engalano su cuello, su voz, su donosura. Realzo su rectitud, su vigor, su altanería. Anudada a su nuez, al frágil pedúnculo que le une a la vida superior, al itsmo por donde se muere en el patíbulo, me yergo imponente como un faro de hidalguía sobre un difícil mar de necesidades emocionales, de previsibles miserias egocéntricas, de sometimiento y de incuria. Como vestimenta y realce del bocado de Adán, represento la firmeza y la dignidad que ha de asumir la cerviz para poder sostener en la testa una corona. Soy el amor del hombre, la cinta que adorna el preciado bien de sus valientes palabras de amor.

SOY el zapato de tacón recién estrenado que oprime el dedo meñique del pie de la madrina. Mi misión es mantener el equilibrio entre sufrimiento y emoción, entre ansiedad y gozo. Soy la rozadura en el pie de un corto pero empinado camino hacia el futuro, con el ramo de flores, los cafés del desayuno, las arras de platas, las avejentadas y doradas tardes de domingo, la imposible felicidad deseada un poco demasiado estrecha de horma pero sin lugar a dudas vistosa y elegante al mismo tiempo.

Soy la piel de una casa deshabitada

SOY la piel de la fachada de una casa deshabitada. Lacerada por las lluvias, los vientos, las tempestades, aún conservo dentro mi corazón intacto. Se fueron todos a vivir a otras partes, o tal vez murieron, yo eso nunca lo supe. Nadie me cuenta nada y yo solo tengo conversaciones con las nubes, normalmente entre susurros. Aún no se han dado cuenta de que apenas si las entiendo: oigo menos que una tapia.
Lo cierto es que no me lamento de nada; allá la vida humana y sus muertes de cada día; allá los sinsabores de las pieles delicadas. Melancolías aparte, que no digo que no dejen huellas en la más externa de mis capas –borrones, tachones, arrepentimientos, como los papeles y los lienzos de los artistas–, solo Dios sabe que lo que realmente yo necesitaría es un buen rascado. Nada profesional, por supuesto. ¡Si pudiera restregar el lomo de mi fachada un buen rato contra  la iglesia que tengo enfrente...!
Por lo demás todo lo resisto, incluso las miradas desabridas de aquellos que pasan y se sienten desasosegados con las cosas viejas y gastadas: son gente nerviosa e insegura que no creen en absoluto en la inigualable elegancia del destino. Se ven capaces de decidirlo todo y arramblan con el exacto ritmo de las cosas, con lo cual casi todo tiene que empezar siempre desde el principio de nuevo.
¿Que habrán de revocarme? Ya lo sé. No me importa, de veras. Incluso lo encuentro pertinente. Pero el desprecio no. ¿No sabe el ciudadano de a pie (y más debiera saberlo el político que manda sobre arquitecturas y urbanismos) que las cosas inanimadas tenemos sentimientos? Y no es que ello en sí sea importante: ¿qué más da lo que sienta un montón de piedras? Lo más grave es que todo se contagia, se irradia, se multiplica por todo.
Esto lo digo para los que solo tienen en cuenta a las personas (y me imagino que bien poco sensibles han de ser, si no saben ser amigos de los objetos inanimados). Mi vida, lo que hay grabado en mi piel, lo que las ventanas de mis ojos han visto suceder, al mundo entero se lo estoy contando cada día. Y el mundo entero claro que me oye. Todo el que me mira sabe, aunque haya nacido antier.
 

Soy una enciclopedia de muecas

SOY una enciclopedia de muecas. Sardónicas, bienaventuradas, místicas. Rebeldes, angustiosas, cariacontecidas. Los músculos de mi cara estallan en una constante generación de gestos incontrolables, estereotipados, misteriosos.
Son mis estados de ánimo, que cambian a una velocidad vertiginosa. Desde fuera podrían parecer tics nerviosos pero, hablando en propiedad, no lo son. O sí. O éste sí y éste no. No lo sé.
Cada pensamiento se refleja en mi rostro formando una secuencia interminable. Soy imposible de retratar. Una máquina de fotos que disparase ráfagas de instantáneas mostraría mil diferentes imágenes de mí. Por eso soy tantas personas distintas, y por eso ya no sé quién soy, o si soy alguien.
Triste, ausente, sandunguero. Resentido, humilde, agobiado. Capaz, perezoso, malévolo.
Una vez tuve una novia de un solo semblante, un rostro muy bello y permanentemente sereno, y mis gestos se proyectaban en su redonda cara como locas imágenes en una pantalla. Mis besos multicolores vivificaban su existencia, pero ella siempre acababa llorando, incapaz de asumir mi inmenso pero polifacético amor. 
Cuando me dejó me vine abajo, subí a los cielos, renuncié a todo, salté de alegría, me perdí y me encontré… Todo al mismo tiempo.

Soy una triste esquina









SOY la triste esquina de aquella plaza que un día paseaste por allí cerca sin reparar en ella porque pilla a trasmano de todos los sitios y no conduce a ninguno más que a esa esquina a la que nadie va a ir porque nada más está y 
que huele a orines
que queda oscura en sombras nublada ventosa y húmeda
que se pierde uno en sus vericuetos y en sus lunas menguantes extrañas volátiles, ten cuidado
que es donde la piel es más suave más fina más angustiosa
que acumula azufre de verano y yodo de invierno en sus adoquines y baldosas, muros y paredes
que tiene invisibles engranajes articulados que te pillan dedos si vienes o te prenden flecos de ropa y te atraen hacia mi escocedura en sangre viva mi aliento de muerte ponzoñosa y te humillo por el susto y en el vértigo quieres escapar vergonzosamente corriendo
que se traga y engulle sin miramientos voraz los reflejos del sol que alguna vez las ventanas de enfrente o el milagro fugaz de los coches o el eco de las risas acaso divinas que pasan lejos
que amanece también como todos los objetos perceptibles a la luz amanecen: tenues frágiles adormecidos solubles en el aire y ateridos
y peligrosamente esperanzados de qué esperanzados.

Soy un sobón

SOY un sobón, alguien que necesita ir palpándolo todo. No es que me falte vista y no sepa reconocer las cosas, no es eso; es que me urge CREER radicalmente en todo. Sentir de un modo poderoso, físico, emocional. Tocar, no como tocan los ciegos, que palpan delicadamente los bordes de las cosas para distinguir su forma, sino al contrario, manosearlas, sobarlas, apañuscarlas, sentirlas por dentro y en mis entrañas. Si no es así, paso por la vida vacío, esquivo, sin rumbo.
No creo en mí, en mis pensamientos. A veces me tienta imaginar que por fin me he librado de mis falsas, superficiales y estúpidas consideraciones, y que tal cosa significa un avance. Pero también dudo de eso. ¿Avance? ¿Hacia dónde? Se tratará sin duda de otra añagaza que al final me va a dejar una vez más con el culo al aire: satisfecho de creer que creo en lo que creo, como si lo creyese de veras y desinteresadamente, y luego, a la hora de la verdad, verme otra vez perdido, equivocado, sin nada firme ni cierto a lo que agarrarme.
Por eso no me fío de mis propias percepciones, de mis gustos, de mis ilusiones: no las tengo en cuenta. Pasan por delante de mi puerta sin que las haga caso, a pesar de que yo estoy ahí, sentado en el umbral esperando, estupefacto, no se sabe qué. Esperando seguramente alguna nueva señal que me indique cómo hay que tomarse la vida a partir de ahora, porque no tengo ni la menor idea. Lo cierto es que todavía se me ofrecen vagamente, con cierto orgullo herido (por el simple hecho de tener que verse desfilando ante mí, aunque yo no se lo he pedido, por supuesto). Algunas, incluso, se contonean ligeramente, como dándose a valer, otras se me acercan con cierto atrevimiento, otras aparentan ignorarme. Yo no las hago caso, aunque no sé por qué. Es todo tan vacuo...
Delante de la puerta de mi casa, sentado en mi silla de enea, miro al fondo de la calle preocupado, manoseando mi sombrero, amasando mis propias manos, deseando tocar cosas, palparlas, sentirlas fuertemente, imperiosamente... , sin entender nada pero dispuesto a no volver a aceptar nunca más ninguna explicación, ni fácil, ni útil, ni sorprendente, ni compleja...

Soy un payaso gordo y seboso

SOY  un payaso gordo, fofo y seboso. Sudo por todos los poros de mi cuerpo cuando me río, y mi risa hace temblar los adornos de las estanterías, los aparadores, los platos sobre la mesa. Camino tropezando con todo, derribando sillas, lámparas, cortinas, paragüeros: soy torpe y desmañado y con estos enormes zapatones nunca he sabido medir mis pasos.
Mis guantes rojos y rotos, pringosos, tampoco ayudan mucho: se me caen las cosas de las manos, vasos, perfumes, un jarrón con flores, un reloj de cuco, el globo terráqueo. ¿Por qué se empeñan en dármelo todo, vamos a ver, si saben que acaba cayéndoseme de las manos?
También destrozo corazones. Sin saberlo, claro. Mi risa atronadora y mi torpeza al hablar pasan como una apisonadora por encima de los más frágiles sentimientos. Boberías que siempre me dejan perplejo, al fin y al cabo.
¿Y cuando lloro? Cuando lloro soy como una fuente iluminada. Las lágrimas salen disparadas de mis ojos como surtidores y forman charquitos salados en el suelo, que retumba bajo mis puñetazos de rabia y mis enormes pataletas. La gente se ríe al verme. Deben de creer que soy feliz dando rienda suelta a mis más tristes pensamientos, pero la verdad es que mataría al cielo y a la tierra en esos momentos.
Luego suspiro largamente, muy largamente, y si no me da el hipo, con los ojos todavía picantes y llenos de lágrimas, vuelvo a mirar el mundo como lo que es: un inmenso desván lleno de juguetes maravillosos. Y casi no hay tiempo de jugar con todos: apretar todos sus botones, desmontarlos, hacerlos correr por el suelo, botarlos, averiguar a qué saben, montarse en ellos...
Si lloras mucho rato se te pasa el tiempo sin haber jugado a nada, y luego da mucha rabia, ¿a que sí?
Lo que no me gusta nada es que no me dejen jugar con algunas cosas. “Esto no”, dicen algunos que se creen muy mayorzotes. Yo no los hago caso, y si me lo quitan de las manos y se lo quieren quedar para ellos solos, como soy tan grande, se lo quito yo a ellos y juego todo lo que quiera. ¿Qué se habrán creído, los muy estúpidos? ¿Que todo es suyo?
Luego se quejan y lloran: que si les he roto un brazo, que si les he abierto la cabeza, que si esto, que si aquello. O no me vuelven a hablar más. ¿Y a mí que me importa? Ya jugaré con otros. Pues no hay gente en el mundo...
Total, que me lo paso en grande. Y hay muchas personas que me quieren. Dicen que les resulto divertido. A mí me da igual: que me quieran o que se lo pasen bien conmigo. Me importa un pepino.
Y si los demás se aburren, allá ellos. A mí lo que más me gusta es comer (patatas, bombones, yogures, filetes, guisantes, manzanas, caramelos...) y que me dejen jugar tranquilamente.

Soy un rizo de mantequilla

SOY un rizo de mantequilla. Viene el cuchillo y me lleva, me lleva, me hace una onda. Tu daga se adentra en mi piel, rasga mi vientre y construye una figurita de porcelana tibia, ¡como una ola!, que tiembla al contacto con el frío aire de la mañana en la terraza de abril. Y vuelo en primera clase, hermoso y frágil como un astro de cine de blanca cabellera, montado en el reluciente avión de alpaca que pilota tu mano displicente hacia el rígido lecho del placer: la tostada.
El pálido color de mis tiernas carnes empalidece aún más en presencia de la rebanada de pan. Atezada, desabrida y árida como la piel del desierto, sedienta de grasa dulce, ansiosa de esa armonía de moléculas que soy yo. Y allá voy, colmando la alegría de un hambre reseca que se hace líquido en el paladar. El encuentro es hecatómbico, brutal. Grito y grito, de dolor y de placer, de placer y de dolor. Y al final me E X P A N D O con un clamoroso orgasmo por entre la retícula del sufrimiento. Lleno sus fisuras, sus poros, inundo de sedoso ámbar sus asperezas, penetro hasta su miga, sacio su infinita sed, la redimo de haber llegado a ser corteza (a ella, que fue trigo en flor), la amo.
Sé que, tras las inacabables caricias con el cuchillo, los rítmicos embates de pasión (a veces rudos y rasposos, atosigantes, a veces delicados y tiernos, como lascivas insinuaciones de futuros placeres inéditos que susurras en mi oído), puede que tu veleidoso capricho exija la presencia de un nuevo partenaire: la mermelada. Porque te gusta el ménage à trois, no lo niegues. Aunque no todas las mañanas, es cierto; y entonces, cuando sé que soy tu preferido, tu exclusivo, tu único, ah, qué alegría, me entrego a ti por entero, limpio, leal, apasionado. Ese día estoy feliz.
Claro que en un principio me enfurruña compartir la cama con una desvergonzada vestida de lentejuelas, una profesional del placer, una oportunista experta en zalamerías, una vulgar corista de music-hall, pero lo cierto es que, una vez que se ha desnudado de sus atavíos de colores y se ha tumbado sobre mí, piel con piel, brillante, húmeda y pegajosa, con solo palpar sus viciosas y dulces carnes me enciendo de nuevo de pasión y aquello es Troya. Arrebatos y arremolinamientos de voluptuosidad se suceden sin cuento en una orgía de sabores y de texturas, en un maremágnum de arrumacos, aullidos y estertores, en una zarabanda de erupciones volcánicas de placer donde uno pierde hasta la conciencia de ser uno. Y en ese totum revolutum, un nuevo y larguísimo orgasmo se sucede, sucio de sudores y fluidos viscosos, pérfido y profundo.
Luego la aventura nos lleva a otro escenario. Mucho más erizado de espinas, pero no por ello menos conmovedor: ser masticado y deglutido. Desarraigado, liberado de mi nombre, sumergido en los profundos remolinos del Leteo. Tenéis en las enciclopedias una desapasionada e inexacta noción de todo lo demás. Al final… dispersarse en la sangre… Morir a la vida. Hacerse glucosa y estallar en luz.
La luz de un simple destello de tu mirada. O tal vez uno de tus más breves silencios, unas purititas décimas de segundo de tu ternura, mi amor. 
Mañana, en el desayuno, piensa en mí.

Soy como quieran los demás

SOY como quieran los demás. Afortunado soy, no crean: que me adapto a sus caprichos sin ningún tipo de resistencias. Aún más, me enorgullezco de ello. Si me miran mal soy malvado o malencarado, según los matices; si caigo bien, buena persona o de trato fácil, que parece equivalente pero en ningún modo es lo mismo; si tienen hambre de mí, les ofrezco un brazo, o mi garganta, lo que prefieran; si necesitan desfogarse, me abro las entrañas para que escupan dentro. Y si precisan un compañero de diversión, soy también perfecto: bromeo, canto y bailo como el que más, y me río de los peces de colores cuando hay que olvidar que la vida es una tragedia.
En los entierros no puedo ser el muerto (aunque disfrutaría de lo lindo), pero sí el más apesadumbrado, el más triste –sin competir con los legítimos deudos, que es descortesía–, y en las conferencias soy el oyente ideal: me sitúo en las primeras filas y cierro los ojos, para deleite del orador, que se crece al ver cómo absorbo cada uno de sus argumentos. Incluso rabio visiblemente al comprobar cómo el resto del auditorio no aplica tanta atención.
En las riñas soy aguerrido hasta el punto que sea preciso para que la sed de ira de mi rival se sacie, no más, y mi venganza es lo suficientemente comedida como para descargar de culpabilidad al que me hirió, sin pretender mi propia satisfacción. Soy bonachón con los maquiavélicos y mordaces, para que se explayen con mi ingenuidad, mordaz con las almas cándidas que desean admirar a alguien, desdichado ante los que han sufrido mucho en la vida y tienden a encelarse. Soy torpe ante los vanidosos e inteligente con los tipos geniales que pueden brillar con mi asistencia. Ante los descubridores de universos soy un pasmado, soy frugal con los ascetas y derrochador con los miserables –lo que, por cierto, les transforma en los hombres más felices que haya conocido. Orgulloso con los retadores, humilde con los orgullosos, retador con los depresivos, depresivo con los vergonzosos, y con los que les gusta escandalizarse, un sinvergüenza.
Soy como tú quieres que sea, incluso aunque tú no alcances jamás a adivinar lo que realmente necesitas: me adelanto a tu conciencia. Soy el guardián de tu autoestima, el que se desvela por satisfacer tus miramientos. Dándole una acertada y virtuosa vuelta a la conocida frase, mi lema existencial, el que figura en la cabecera de mi cama, reza: “tus órdenes son deseos”. Soy tu complemento perfecto y circunstancial, soy tu amigo eterno, soy tu amante más ardoroso, tu compañero, tu novio formal, tu chulo, tu exmarido, un desconocido que pasa, tu pasión oculta, tu condena de por vida.
Soy fuerte en tus momentos de debilidad, pero cuando eres enclenque, para no destacar, soy como tú: una piltrafa humana. Y si eres muy fuerte yo seré otro campeón que admire tu fortaleza. Puedo ser tu abogado si tienes querellas, tu fiscal si estás pidiendo que te arranquen una confesión, tu juez si es justicia lo que precisas. Sirvo de espejo si quieres mirarte en otro, contrastarte, medir el brillo de tu mirada, comprobar tu arrogancia, sentirte único en el mundo –que lo eres, y mucho–, hablar contigo a solas. Soy el reposo de tu guerras personales, el capitán de tu poco coraje, el mensajero de tus disposiciones, el sacristán de tus misas, el dios de tus oraciones, el centro de la diana que busca tus flechas, el firme adepto de tus mentiras, el poema de tus quimeras –por muy simples o turbias que parezcan. Soy el hombre de tus sueños, el monstruo de tus pesadillas, soy tu galán, pero también puedo ser, si así lo prefieres, el rufián, la víctima, el más insignificante secundario sin texto, el ayudante de cámara o el malo de la película. Soy la desidia, la luz, el verso, la furia, el temor, la melancolía, el fuego... lo que sea menester, lo que necesites.
Y si lo que deseas de mí es que sea como yo querría ser, que sea libre, si lo que quieres es que sea yo el que me invente en cada instante a mi manera... también lo intentaré, te lo prometo. Aunque sea lo más arriesgado, lo más agotador, lo más penoso. Juro que me erguiré de mis cenizas tras cada fracaso y que lucharé día tras día por ser yo, simplemente yo. Por ser yo, a secas. 

Pero, no lo olvides, solamente si eso es lo que tú deseas.

Soy un zarrio

SOY un zarrio. Soy un cacharro inútil, un enguisme, un cachivache, un trasto innecesario. No sirvo para nada. A nada apunto, a nada llego. Me quedo aquí, parado y baldío, hastiado de pretender, de ansiar, de prohijar ideas de grandeza estériles. Nada quiero saber de éxitos, de logros, de famas, de victorias: me rindo.

Hasta aquí he llegado, ni siquiera sé si existía una meta o un objetivo a alcanzar: ni me importa ya. Por fin puedo deambular con los brazos caídos y las piernas torcidas, como a mí me gusta, sin miramientos (nada ya de frente alta, ni de arriba esa mandíbula, por Dios), derrumbándome tranquilamente a cada paso si así lo deseo, regodeándome en la búsqueda del más sentimental de los fracasos como última aspiración…

Ya llegué al final de mi esperanza, ¿no era eso lo que queríais? ¿Lo que queríais todos? ¿Y ahora… qué me miráis? ¿Es que nunca vais a dejar de ser espectadores de mi vida? ¿Nunca vais a dejar de atosigarme con vuestros buenos deseos, con vuestras mediocres pero grandilocuentes promesas inútiles, con vuestra conmiseración tan virtuosa, tan pagana?

Dejadme derrumbarme tranquilamente, por favor. Dejadme abandonarme, llegar hasta el suelo, diluirme en él, dejad que me arrincone como es mi deseo, que me pierda entre las multitudes. Dejadme morir.

Abandonadme, eso es. Abandonadme, por fin, como deseábais secretamente. Bien sé que queríais libraros de mí. Sí que lo sé. ¡Maldita sea: abandonadme si tenéis coraje, si os quedan entrañas para dejarme aquí! ¡Abandonadme, pero atenéos a las consecuencias! ¡Os perseguiré hasta la muerte para vengarme de vuestra vergonzosa y cruel impiedad! ¡Os azotaré por denigrar a la especie humana con vuestra traición! ¡Castigaré sin misericordia y hasta el final de los tiempos vuestra infamia!

Juro que me vengaré. De todos y cada uno. ¡¿ME OÍS?!

Soy un pacifista crispado


SOY un pacifista crispado. No soporto la lucha, la competitividad, la violencia. Hasta tal punto me enervan que tengo que sujetarme para no emprenderla a tortazos con quien la genera, la excita o, indirectamente, la provoca con su torpe inconsciencia. ¿Acaso no ven que con sus palabras supuestamente inocentes, con su gesto en apariencia pacífico y relajado, están tensando el ambiente? Casi todo el mundo vierte con sus comentarios, con su actitud e incluso con sus miradas, altísimas y peligrosísimas dosis de agresividad que habitualmente pasa desapercibida. Pero no para mí. A veces pienso que sólo yo soy capaz de desenmascarar a ese vecino con el que te cruzas en el portal con su «buenos días» plagado de insoportables reproches, de disimuladas reticencias. Es lo que más me encrespa: la hipocresía. La hipocresía es la peor de las violencias.

Por eso yo prefiero abstenerme. No hablar por hablar, sin saber a quién estás agrediendo con tus comentarios en apariencia banales, a quién estás linchando con tus palabras, con el tono de tu voz. Incluso con tu silencio. Ese silencio forzado, torvo, que está casi gritando la rabia que te reconcome las entrañas. Aún destila más violencia, como todos intuimos, el que ni siquiera te saluda al entrar en el ascensor. Ese hijoputa.

Tanto es así, fijaos, que a veces, ni siquiera yo sé cómo comportarme. No puedo aceptar que me quieran tomar por un ser siniestro y retorcido, con la bilis a punto de estallar. ¡Que enorme responsabilidad! Hay que tener consciencia de qué es lo que emites sin saberlo. Hay que filtrar, depurar tu propia agresividad, que no digo que algunas veces no la sienta. Es inevitable, en un mundo como éste, tan fanático y tan salvaje. Por eso, porque lo sé y la combato, es por lo que considero tan valiosa la contribución de personas como yo para lograr un mundo mejor. Nosotros somos los verdaderos pacifistas, los que denunciamos y perseguimos la violencia desde su mismo origen, desde su raíz, desde el emponzoñado «buenos días» o «buenas noches» del “amable” vecino de enfrente, y no esos gilipollas que salen a manifestarse contra las guerras.

Lo que suelo hacer es no decir nada, no expresar nada, y sonreír. El buen humor siempre es de agradecer. Pienso que es sano. A todo el mundo le agrada ver una sonrisa en los labios de su vecino, ¿no? Aunque… por otra parte, hay sonrisas que esconden una violencia brutal, unos deseos de matar terroríficos. En realidad, la mayoría de las sonrisas que te dedica la gente son falsas, están preñadas de agresividad y esconden verdaderos malos instintos. Yo diría que todas.



Junio 2007

Soy una tierna mirada

SOY una tierna mirada que se posó ayer en tu mejilla y que aún chisgarabatea por entre tu pelo y el lóbulo de tu orejita, y que se ha quedado enredada entre los recovecos de tu querido rostro, mi amor.

Soy un beso inmortal, callado y pequeño como una flor amarilla, sin olor pero sedosa y tenue, que rozó tu piel un minuto feliz, ya para siempre imborrable y feliz.

Soy la curva de la boca de tu sonrisa que necesariamente se expande hasta la lámpara, la ventana y más allá, hasta los cables de la luz y más allá, hasta los pájaros que vuelan el aire de todos, mortales e inmortales.

Soy una lágrima tuya que se secó al calor de una sonrisa, que se disipó en la nada de un tiempo por siempre perdido, herido de silencios futuros, olvidado en ese grande y humilde torbellino de acontecimientos que todo lo desecha.

Soy el brillo instantáneo de tus ojos de ayer, que entre la velada sombra del dolor parpadearon buscando el mágico destello que me creó para siempre. Soy esa luz diamantina que hizo que todo resplandeciese durante una diminuta eternidad.

Soy esa luz evanescente de tu rostro llenando de cielo un amargo rincón del día.

Soy tu sonrisa de nácar dulce multiplicándose en infinitos ecos en cada una de las miradas del mundo.

Soy un esperador


SOY un esperador impaciente

Aquí estoy. Vamos, venid, sombras del pasado. Arrebujaos conmigo entre estas mantas. Revolved mi pelo, como niño asustado que soy.

Jugad con vuestros dedos en mi piel, enredaos entre mis brazos. Pero en silencio, por favor. No digáis palabra alguna. Ni siquiera me sonriáis, os lo ruego. Jugad, jugad conmigo.

Y mientras espero vuestra temida llegada, vuestra ansiada llegada, yo procuraré borrar de mi frente también cualquier vestigio de palabra, de reproche, de lamento. Inventemos de nuevo el silencio, para que vuestra visita sea más fugaz que nunca, para que al partir podáis llevaros vuestras huellas, las de entonces y las de ahora, rastros y trazas de futuros recuerdos que no quiero guardar en mi memoria.

Necesito mantener incólume mi memoria. De vos y de cualquier otra felicidad que me aceche. Como un laúd que deja que suenen y resuenen sus notas hasta el infinito del tiempo, expandiéndose sin retorno y sin ecos. Venid pues. Muero de impaciencia por no esperar más.



25 Enero 2007

Soy un murmurador


SOY un infame murmurador. Me voy de la lengua y lo suelto todo: el pasado, el presente y hasta los más ocultos pensamientos de todo aquél con quien me cruzo. Pero, siendo eso deplorable, con lo que más disfruto es con los chismorreos del futuro, los de los acontecimientos que aún no han sucedido pero que, por mis muertos, estoy seguro de que se producirán, porque es que lo veo, lo veo, lo veo!: a Fulanito le van a echar de su trabajo en Navidades por esto y por lo otro, Menganito se va a separar dentro de dos años y medio de Cuchita, Zutanito llegará borracho a casa el verano que viene y estampará el coche contra la puerta del garaje…

Ya sé que es un vicio aún más imperdonable que el cotilleo habitual, pero es que es superior a mis fuerzas, no puedo contenerme. Especialmente con los disgustos que van a tener los demás, con aquello que les hará sufrir (que, como siempre, es lo que tiene gracia, ¿o no?)


Reconozco que no suelo acertar, aunque me baso en tremendas intuiciones y corazonadas, pero es que lo veo como si ya estuviéramos allí, en el futuro, llamándonos por teléfono y cuchicheando unos con otros después de haber sucedido el escándalo, y me regocijo de antemano con la tremenda e impactante emoción agridulce que va a embargarnos a todos. ¡Me encaaaaanta!


No sé. Algunos amigos (los menos) se extrañan y me critican. ¿Cómo vamos a chismorrear de algo que no ha pasado? ¿Y si no pasa? Dicen que la mayoría de las veces no acierto…, aunque, bueno, alguna vez sí que he dado en el clavo… más o menos. ¿Y eso qué importa?, les digo yo. Lo importante es que lo pasamos genial, y que, además, se cumplan o no los hechos que pronostico, de todas maneras normalmente se merecen que les ocurra eso y mucho más. Ahí es donde está la clave. Ése es concepto esencial. Se-lo-merecen. ¡Si es que se les ve venir! Y la verdad es que la mayor parte de los amigos no pone tantas pegas. Tanto es así, que me llaman todos los días para saber si he tenido alguna premonición nueva.


Lo que más me ha sorprendido es que muchos están empezando a adularme de un modo exagerado. Me encanta, pero es impresinante lo que han cambiado en su trato conmigo. Me tratan como a un marqués. Y está muy bien, pero me siento algo más solo, como si no pudiera confiar en nadie. ¿Por qué estará pasando esto?, me pregunto. No sé si asociarlo al hecho de que me llegan rumores de que está empezando a correr la voz de que para enero se me va a declarar un cáncer de páncreas.


¡Fíjate tú! ¡A mí, que estoy más sano que un roble!
Nov. 06